VIDA ANTES QUE MUERTE, RESILIENCIA ANTE TODO

Mi historia comienza muy joven.
Como cualquier niño de cualquier otra época, nacido en 1942, fui a la escuela, en lo era entonces la facultad de magisterio. Como en cualquier otro tiempo, tuve a mi familia, mi educación, mis propios profesores, que recuerdo eran los propios alumnos de la facultad, todo que podría aparentar común a cualquier tiempo. Sin embargo, hubo algo de mi tiempo y solo de ese entonces que me puso la primera piedra en mi camino a mí y a muchos otros niños de entonces, la meningitis.
Con tan solo 9 años caí enfermo de esta terrible enfermedad, que me dejó paralizado durante 2 años de mi vida; 2 años en los que mi infancia se paró completo, 2 años postrado en una cama luchando para que no fueran los dos últimos años de mi vida y en los que poco más podía hacer que ver el mundo pasar atrapado en mi casa, impotente.
Por suerte, tuve una doble fortuna que me salvó de morir, los cuidados de un ilustre grupo de estudiantes médicos y, no menos importante, los recursos de mi familia. Un medicamento nuevo de ese entonces, la estreptomicina, que venían a mi casa a suministrármela los estudiantes del doctor Guillermo Arce, consiguió no solo que sobreviviera, sino que pudiera retomar mi vida anterior tras años de incapacidad de la meningitis y poder recuperar mi vida normal de antaño tras dos años eternos de incapacidad. Sin embargo, esas mismas agujas que me salvaron en su momento, tendrían una consecuencia devastadora muchos años después.
Por otro lado, muchos niños como yo no tuvieron la suerte de vivir para contarlo, tanto es así, que perdí a un amigo de mi clase por culpa de esta enfermedad. Precisamente, lo otro que me permitió vivir fueron los recursos de mis familiares, quienes, con su dinero, dieron de sí para pagar esas inyecciones sanadoras, las mismas que compraban en la ya antigua farmacia de la Peñuela de Blas. En definitiva, sin ninguno de estos 2 factores podría estar aquí hoy ni haber disfrutado de mis más de 80 años de vida, 2 factores determinantes que yo tuve la suerte de poder contar con ellos y seguir adelante; pero esto no fue así para todo el mundo.
Recuperado, pude retomar mis estudios, ahora en el Colegio Menéndez Pelayo, ubicado en la Casa de las Conchas. Allí hice el bachiller elemental, un lugar que albergaba una historia sin igual. Posteriormente pasé al instituto Fray Luis de León para el bachiller superior.
Una vez terminada esa primera etapa educativa, pude pasar a la universidad, al Graduado Social, cumplimentando esos 3 años de carrera (de 1961-19664) con el servicio militar en Zamora.
Con mi carrera terminada, conseguí un puesto de trabajo en la empresa de cristalería La Veneciana. Aunque no sufrí ningún problema de salud en los primeros años, un evento estremecedor en España supuso otro reto para mi persona. Acostumbrado a tener un trato cercano con mis clientes, un día de febrero de 1981 me dispuse a hacer un viaje de ida y vuelta a Zamora y León, para tratar asuntos de negocios con algunos de estos. Me encontraba en Benavente, volviendo de La Bañeza, con el último cliente que me tocaba antes de volver a Salamanca, Gerardo. Allí recibimos la noticia de un incidente sin igual que estaba ocurriendo en Madrid, y es que no era un día cualquiera de febrero de 1981, sino el 23-F, el día del golpe de estado de Tejero. Nos quedamos paralizados, nos encontrábamos ante la incertidumbre de lo que pasaría en toda España; el ejército, las autoridades, todo era caos y no sabía si estaba seguro yendo a Salamanca, ante el miedo de encontrarme con el ejército. ``Eduardo, quédate a dormir aquí en Benavente´´, fueron las palabras con las que Gerardo intentó convencerme para pernoctar en su casa y así no correr ningún riesgo. Era la opción más segura, pero a pesar de ello, lo rechacé. No me importaba el peligro que pudiera acechar la carretera de camino a Salamanca, sólo quería volver cuanto antes para estar con mi familia y tener la calma de que todos íbamos a estar juntos a salvo

EL PRIMER TROPIEZO

Ya había alcanzado mis 50 años de vida cuando comencé a notar que algo no iba bien, cada vez me costaba más oír a mis compañeros, constantemente le tenía que pedir a mis clientes que me hablaran en un tono de voz más alto para poder entenderles por teléfono, la música y los diálogos de mis pasatiempos como el teatro o el cine no los podía sentir ni disfrutar en toda su esencia; en definitiva, me estaba quedando sordo. Los médicos determinaron que esa misma estreptomicina que me rescató de la muerte había tenido unas secuelas que tardaron décadas en manifestarse hasta este momento.
De manera similar a cuando fui un niño enfermo, mi vida, tanto personal como profesional, se vio truncada, tanto fue así que, por culpa de esta incapacidad para escuchar a los demás, me vi obligado a adelantar mi jubilación a los 60 años allá en 2002. Este hecho repercutió en nuestra economía familiar, pues por culpa de haber podido cotizar los últimos 5 años, durante 3 de ellos recibí un 6 % menos de mi pensión, y a mayores, en los otros 2 fueron, legalmente, como si hubiera estado en el paro. Mi capacidad auditiva no paró de decaer desde entonces hasta el día de hoy, padeciendo ya más de un 90 % de pérdida de audición, un 36 % de incapacidad. A pesar de contar con audífonos que me permiten comprender lo que los que están a mi alrededor me dicen, resulta muy limitante. Aprender a leer los labios se convirtió en algo necesario para mí, además de tener que oír hablar a la gente siempre de frente a frente, pues es la única manera que tengo para entenderlos.
No obstante, me negué a dejar de disfrutar de la vida y de descubrir nuevas cosas, aun con mis limitaciones, y fue cuando, en 2005, decidí ingresar en la Universidad de la Experiencia. Los múltiples cursos a los que asistí, música, biología o historia hasta 2008 me enseñaron mucho, y seguí participando hasta hace apenas 2 años. Me demostraron que nunca es tarde para conocer, para seguir abriéndose al mundo, sin importar la decadencia física que sufriera.

UN NUEVO REVÉS

Corría octubre de 2011 cuando mi mujer y yo viajamos a Madrid para asistir al parto de nuestra hija y conocer a nuestra futura nieta. Durante nuestra estancia me ocurrió algo alarmante, empecé a orinar sangre varias veces. Ante esta emergencia, acudimos al médico, pero, para nuestro asombro le restó importancia a mi caso. Tanto fue así que tuvimos que insistir mi familia y yo mismo para que me realizaran un TAC en busca de algún signo. Finalmente fue así y lo que reveló fue devastador. Quistes en el riñón izquierdo estaban detrás de todo esto y, por si eso fuera poco, me detectaron un aneurisma en la aorta abdominal.
Me vi obligado a someterme a operación después de largos meses de espera, ya entrados en 2012. Ingresé el día de San José y el día 20 de marzo dio comienzo a una larga y sufrida espera de recuperación. Las 8 horas de operación, entre la extirpación del riñón y la del bulto de dicha arteria le siguieron unos 20 días de coma inducido en la UCI de un total de 69 ingresado en el hospital. Fue una operación muy complicada, que se vio agravada, cabe todavía más, por culpa de un trombo en la vena renal izquierda por la metástasis de esos quistes renales. Tanto fue así que me tuvieron que colocar 3 sondas. Una vez más había conseguido prevalecer, pero de nuevo, lo que me curó también tendría un efecto secundario sin igual.
Las secuelas de aquella delicada operación no se hicieron esperar. Un año estuvo afectada mi movilidad hasta que volví a caminar con normalidad, paralizado de nuevo pero aguantando con resiliencia y el apoyo de los míos, el mismo gracias al que pude curarme del riñón, y quizás no por aquel médico despreocupado que me atendió. De nuevo, salvando mi discapacidad auditiva, sentía que podía retomar mi vida cotidiana, pero la vida me puso otro obstáculo al que hacer frente. Estando de vacaciones con mis familia en Benalmádena, me surgieron unos pólipos rectales que nuevamente pusieron trabas a mi movilidad, estilo de vida, e incluso a unos simples días de descanso junto a los míos, por los cuales no me quedó otra que pasar por quirófano otra vez.
Pero eso no fue nada comparado con lo que ocurrió meses después de la operación anterior. Para conseguir extirpar el riñón tumoral, a los cirujanos no les quedó otra que cortar el peritoneo lo cual, unido al espacio dejado por la ausencia de este órgano, desembocó en 2 eventraciones de grandes dimensiones, es decir, se me salieron las vísceras del abdomen.
Lo normal en este caso hubiera sido que me hubieran colocado unas mallas para empujar los órganos salidos y mis intestinos, de vuelta a la cavidad abdominal. No obstante, las mallas de aquel 2012 presentaban un alto riesgo de infecciones bacterianas y rechazo de mallas por el organismo. Ante esto, optamos por evitar la operación y eso me condenó a estar durante años con los estómagos e intestinos salidos, fuera de su posición natural. Aunque no resultaba doloroso en sí, claramente era otro inconveniente en mi día a día sumado no solo a la sordera, sino también a mi hipercolesterolemia y otro problema que llevaba casi una década arrastrando, el marcapasos.
Tiempo atrás, en 2007 mi corazón parecía no dar más de sí, y terminé el año con un marcapasos como implante, el cual tuvo que recibir un primer recambio en 2017 y un segundo hace muy poco, en septiembre del año pasado. Desde entonces, no me queda otra que monitorear mi presión arterial a menudo y estar más pendiente de mi estado de salud.
Así estuve hasta 2020 cuando, gracias a una mejoría en su calidad, ya me recomendaron la implantación de las mallas para deshacerse de esas eventraciones, lo cual llegó justo a tiempo ante el peligro de una posible estrangulación. El doctor Trébol me dijo que prefería programar la operación de la eventración para evitar riesgo a tener que hacerla cuando se me estrangularan. Me convenció entonces de la operación y fue en 2022 cuando se realizó.
Tras una operación de reforma torácica en 2022, mientras me encontraba de rehabilitación en el hospital, una catedrática de neumología, junto a sus alumnas, me estaban observando y me preguntaron si me cansaba a menudo al andar, pues notaron una dificultad en mí para respirar. Investigaron mi estado de respiración y determinaron que padecía de dificultades respiratorias. No quedó otra que permanecer en el hospital conectado a oxígeno durante el postoperatorio. Para cuando regresé a mi casa, me vi obligado a hacerlo con un complemento no deseado, una máquina de oxígeno a la que tenía que estar conectado 17 horas al día, y de la cual dependí desde septiembre, momento de la operación, hasta enero del 2023. Fueron 5 meses largos en los que dependí de un dispositivo para hacer algo tan básico como inhalar oxígeno durante la mayor parte del día. Pero aguanté y una vez más, se superó este tropiezo, y mi vida continuó junto a mi familia y con el mismo optimismo de siempre ante todo.
No eran casualidad estos problemas respiratorios teniendo en cuenta que llevaba desde los 14 años fumando. En mi época de trabajo no era raro que llegara a los 50 cigarros al día. Fue así hasta mi prejubilación, momento en que decidí dejarlo atrás. Mi decisión estuvo motivada por un encuentro fortuito que me impactó. Un día caminando por la calle, vino a saludarme un hombre que no era capaz de reconocer. No fue hasta que me reveló su nombre que lo identifiqué como un antiguo amigo, pero si precisamente no había podido darme cuenta de quién era, en un primer momento, fue por el estado físico en el que se encontraba. Su adicción al tabaquismo, la misma que yo había tenido siempre, le había obligado a pasar por quirófano y someterse a una operación facial, parecía estar demacrado por fuera, por su cara. Todo por culpa de un vicio tonto de adolescencia que le había carcomido tanto su aspecto físico que ni yo sabía quién era. Ese encuentro supuso el empuje definitivo que necesitaba para dejar atrás tantos años de adicción al tabaco.
Una consecuencia de los malos hábitos que tomamos de jóvenes, impulsados por la opinión de los demás y con el sino de caer bien y ser aceptado socialmente, por muy mal hábito que fuera ese.
Otro problema que me surgió hace unos pocos años fue un inesperado cáncer de próstata. A estas edades avanzadas, se volvió costumbre para mí hacer análisis de orina, los cuales estuvieron a cargo del doctor Silva. Entre estos, el del PSA resultaba de los más importantes. Hasta los 78 años (2021) los niveles de este antígeno prostático se mantuvieron en los intervalos normales,pero en ese año todo cambió por sorpresa. En uno de esos análisis, di 4 ng/ml, el doble del límite. Mi médico de cabecera resolvió mandarme al urólogo para realizar una biopsia de próstata, la cual detectó lo que más se podía temer, cáncer de próstata.
La uróloga al cargo me explicó que, a mis avanzados de 78 años estaba fuera y no me podrían operar ``A sus 78 años está usted fuera de protocolo´´. Ante esta imposibilidad,me dieron a elegir entre radioterapia, quimioterapia y reducción hormonal. Tras tantos años de vida marcados por multitud de enfermedades, yo quería buscar ante todo calidad de vida y, en vista a lo doloroso y complicado que eran los dos primeros tratamientos, me negué rotundamente a someterme a cualquiera de ambos y me decanté por la reducción del tumor mediante hormonas. Desde entonces, tengo 2 nuevos medicamentos que monitorizan mi bienestar físico, por un lado el decapeptyl, una inyección intramuscular que recibo cada 6 meses y una pastilla que tengo que tomar todos los días antes irme a dormir, una tamsulosina.

Y PESE A TODO, SIGO EN PIE

Así es como he llegado a día de hoy. Puede parecer que mi vida entera es un cúmulo de vicisitudes y desafortunados eventos en contra de mi salud y mi bienestar físico, alguno de los cuales estuvo cerca de quitarme del camino. Pese a todo, siempre he sabido mantener la compostura y en especial, el optimismo y los ánimos de decir sí a la vida y a disfrutarla con mi familia, con los míos. Nunca me he derrumbado, ha sido difícil, sin duda, pero eso no es razón para rendirse y pensar que todo está acabado. Así lo he demostrado siempre, cuando, tocado por cualquier incidente por el que he pasado, he sabido prevalecer y continuar con mi vida a pesar de todos estos problemas. Estos han definido cómo soy yo, sí, pero nunca les he permitido que lo hagan para mal, todo lo contrario. Todo esto que me ha pasado ha dejado una huella imborrable en mi persona, pero esa huella no tiene por qué ser una sombra de mí mismo, sino que me ha enseñado que en la vida hay que mantenerse en pie ante todo y no dejarse caer ante cualquier inconveniente ni permitir que nos dominen. Siempre se puede tirar para adelante, por muy mal que parezcan estar las cosas y creo que no podemos dejar que nuestros problemas nos dominen a nosotros, sino que nosotros seamos capaces de domarlos para proseguir con nuestras vidas tal y como nos gustaría, tal y como siempre he querido hacer a pesar de todo.

Me encuentro mal. La sarampión no para. Esto va cada vez peor y peor. La gente de mi alrededor se preocupa por mi situación. Al fin, calma. Me he recuperado gracias a los medicamentos. Parece que todo va bien. De repente, silencio. ¿Qué ha pasado? No entiendo nada. La respuesta del médico es clara y concisa: hipoacusia de más del 90%, efecto secundario de la medicina que he estado tomando para la medicación. 

            Ahora tengo 5 años, he empezado a ir al logopeda y parece que funciona poco a poco. Mi madre nos saca adelante a mi hermana y a mí como puede.

            Ha pasado el tiempo, ahora tengo 12 años. Entro en la adolescencia. “Es una montaña rusa de emociones” me habían dicho. Bueno, supongo que eso será para el resto, porque yo no tengo más que obstáculos. Los niños en clase son muy malos. No entienden que tengo esta condición, lo único que quieren es tener alguien de quien reírse. Ja. Ja. Ja. El otro día ya me harté y me enfrenté a un gracioso, a ver si vuelve. Todo el mundo tiene su grupo para salir y hacer planes. ¿Por qué yo no? ¿Qué tengo de malo? He empezado a ir al psicólogo, los profesores se han empezado a quejar de que tengo problemas de nervios, atención y actitud. Si ya era difícil tener esta condición de por sí, por mucho que los médicos ayuden, parece que el mundo no pone de su parte. 

            Es 2020. Navidad. Tengo COVID. Me ha causado acúfenos, cada vez más metálicos y molestos. Encima, cada vez escucho menos.  Por muy buenos consejos que me dé el médico, una consulta de 5 minutos no es suficiente, digan lo que digan.

            Ahora estoy con implante coclear hecho, que hasta la segunda operación no ha funcionado, y a esperas de ver qué pasa con el otro oído. Trabajo en la secretaría del conservatorio de música de Salamanca, lo cual se agradece porque la música siempre me ha gustado (aunque soy más de rock y metal, pero bueno). También soy aficionado a la astronomía y la informática. Dios, podría estar horas hablando sobre la Inteligencia Artificial. Los problemillas con la gente siguen ahí. A veces siento que canso por no entender muchas cosas a la primera cuando me las dicen. Además, resulta muy agobiante estar pendiente de todo y duele no reconocer las voces de las personas por la calle. Me he vuelto bastante independiente. Mi mayor problema es la desconfianza en mí mismo, aunque cada vez lo llevo mejor.             Mientras, sigo yendo cada x tiempo al médico, pero ya cansa que me digan que estoy algo limitado. ¿Acaso una persona puede hacerlo absolutamente todo? ¿Puede respirar en el espacio? No, ¿verdad? Todos tenemos algo de discapacidad

De niña, por una enfermedad llamada TOSFERINA fui perdiendo audición. Alos 24 años me operaron de los dos oídos el equipo de Antolí Candela, estuve bien unos años y a los 34 el Dtr. Pedro Clarós me volvió a intervenir en Barcelona.
He seguido mi vida normal hasta que, aconsejada por el médico, me puse audífonos. El me decía que si no lo hacía el nervio auditivo se iba a atrofiar y mi sordera sería mas profunda. Necesitaba oír (era profesora) y en esa época fui maestra de gitanos. Una anécdota: los niños iban viniendo de uno en uno a leer a mi mesa y alguno avispado me miraba el oído y me decía: ¿qué tienes ahí? Yo muy tranquila le respondía: las gafas de los oídos, me miraban extrañados y les volvía a preguntar: tú, ¿por qué llevas gafas?, porque no veo, pues yo igual, porque no oigo.
Mientras viví en Madrid, colaboré mucho en la parroquia Ntra Sra del Silencio (había hecho los tres niveles de LOGSE, pero fue allí donde me solté a signar). Ahora hago la traducción a lengua de signos en la misa y la homilía de 12 los domingos en la parroquia de “Jesús Obrero” de Pizarrales. No soy una profesional, pero Rosario (que así se llama la sorda) me sigue y eso me basta.
Animo a todo el que lo necesite que se ponga audífonos, te facilita mucho la vida, y aunque a veces es molesto, son más las ventajas que los inconvenientes. Yo los llevo desde hace 15 años y estoy encantada.

Mi historia con la Hipoacusia neuronal postlocutiva, empieza cuando voy a cumplir los 9 años de edad, este año cumplo 80. Es una larga historia de amor tratando de buscar soluciones y desencuentros tratando de seguir adelante con mi vida, sin traumas y a veces olvidándome un poco de mi discapacidad.
Como os he dicho empezó a los 9 años con una Meningitis Meningocócica, me tuvo enfermo un año. Gracias a Dios, a las atenciones de Dr. Guillermo Arce Catedrático de Medicina de la Universidad y su equipo de estudiantes de posgrado, que diariamente se desplazaban algunos a mi domicilio a inyectarse en la columna vertebral un vial de Streptomicina (entonces se conseguía de estraperlo), no llegaba a España más que por ese medio. Pues gracias a todo esto y a los cuidados de la familia, pues sigo con vosotros. La Streptomicina dejaba secuelas, de visión, auditivas etc., y a mí me dejó la auditiva. Terminé mis estudios ya que en un principio fue muy suave la discapacidad. Y me coloqué en una Empresa como Agente Técnico Comercial. A partir de los 40 años comencé a notar que perdía la audición de muchos vocablos, que sin ningún problema, les pedía a las personas que me las repitieran. A partir de los 50 años, ya tuve
que colocarme un audífono en el oído izquierdo, para poder seguir manejándome ya que comenzó tratándome primero el Dr. Beltrán y posteriormente el Dr. Benito, este último me dio ya un
 nforme con la pérdida auditiva, cercana en ambos oídos al 80% de pérdida y que sólo con medios de prótesis auxiliares (audífonos) podría ayudarme. Me concedió la Junta de CyL una discapacidad del 36% y me tuve que poner los audífonos en los dos oídos, cuando ya tenía 60 años. A partir de ahí, me prejubilaron, me matriculé en la Experiencia y tuve la suerte de conocer SADAP, grupo de ayuda mutua a las personas
postlocutivas y a su directora la Dra. Carmela Velasco profesora de Logopedia, que bajo su supervisión y la ayuda de los compañeros de grupo, realice varios cursos de lenguaje labial, de signos y inclusive de psicología. Actualmente sigo realizando el de lenguaje labial con la Dra. Amalia, la profesoras Soraya yGema y el grupo de logopedas(Sara, Elena, Ana y Carmen). Les doy a todas estas personas que me ayudan con mi discapacidad , mis más expresivas gracias por su ayuda de casi 20 años en que llevo ya casi al lado de algunos de ellos, aunque por mis patologías no me permitan asistir actualmentea sus actos.

La sordina es el dispositivo que se utiliza en algunos instrumentos musicales para reducir el volumen o modificar el timbre del sonido. Mi oído lo hace por sí solo. Debido a causas inespecíficas, aunque probablemente fuera a causa de grandes dosis de antibióticos en la adolescencia, mi oído tiene muy poca sensibilidad a los sonidos a partir de los 3000 Hz, y nada a los 4000 Hz. Los tonos agudos desaparecen de mi audición, a menos que sean muy intensos. La música, pues, tiene para mí un cariz muy distinto al de la mayoría de la gente, lo que no me impide apreciarla y ensimismarme en lo que alcanzo a oír. Lamentablemente, entre 3000 y 4000 Hz están las sutiles diferencias que separan los fonemas de las consonantes por lo que para mí es una tarea heroica captar lo que alguien me está diciendo. Desde que llevamos mascarillas, además, la tarea es casi imposible. Me tienen que acompañar al médico y a todas las conversaciones en las que es importante entender lo que te están diciendo. Los audífonos, que llevo desde hace veinte años, ayudan un poco, pero el malestar que producen al cabo de un par de horas hace que cuentes los minutos para encerrarlos en su cajita. Dar clase presencial desde la pandemia es algo insufrible: tengo que molestar continuamente a los alumnos para que me repitan las preguntas, y aun así generalmente muchas veces las tengo que adivinar con más o menos suerte. En los entornos ruidosos, como restaurantes, cafeterías, centros comerciales, aeropuertos o estaciones, mi capacidad de comprensión desaparece completamente. Dos veces he estado a punto de perder un vuelo por no entender lo que decían los altavoces, gracias a que me extrañaba haberme quedado solo en la sala de espera (el resto de los pasajeros ya habían ido al autobús correspondiente). Mi vida profesional tendría que discurrir en parte en inglés, la lingua franca académica. A medida que he ido perdiendo el oído, la comprensión de este idioma ha caído exponencialmente respecto a mi lengua materna, que ya estaba en peligro. Todo ello te lleva a un lento pero irreversible abandono de los lugares públicos, reuniones, congresos y todo aquello que en buena parte constituye nuestra vida social. No puedo entender las películas traducidas porque no leo los labios de los autores, y el cine en versión original es cada vez más escaso fuera de la televisión o los cines especiales de Madrid.

La vida en sordina crea un espacio de incertidumbre y ansiedad epistémica permanente: nunca sabes si lo que interpretas es lo que se ha dicho, te mueves cada vez más en un mundo interno que tus dispositivos ciborg no logran abrir. Cuando te aíslan en parte del lenguaje quedas excluido de una parte sustancial de la realidad común. Las mascarillas te impiden además el recurso a la lectura de los labios, que generalmente era mi modo de entender, antes incluso de saber que tenía este déficit. Que, por otra parte, crea ciertas inseguridades de otro tipo pues cuando hablas con una persona en un entorno un poco ruidoso no miras a sus ojos sino a su boca, lo que tiene también sus consecuencias en la comunicación.

En fin, la vida en sordina es un poco desastre. Como cuenta David Lodge en su novela “Deaf sentence” (que para él, que padece lo mismo, suena igual que “dead sentence”), se suele considerar que estar ciego es una tragedia, y que estar sordo es cosa de chistes, como el tartamudeo. Pero no. Estar fuera del lenguaje es estar fuera del mundo.

(Fernando Broncano R. (Linares de Riofrío, Salamanca, 1954) es filósofo y catedrático de Filosofía de la Ciencia en la Universidad Carlos III de Madrid. Su último libro es La estrategia del simbionte.  

Los grandes simios son criaturas de la, frontera insinuó Donna Haraway en su intrigante trilogía Simians, Cyborgs and Women (pudorosamente traducida aquí por Ciencia, cyborgs y mujeres). Sostiene la Haraway que nuestra cultura moderna considera que los simios, las mujeres y los cíborgs no son humanos completos, que habitan en un lugar metafísicamente indeterminado entre la naturaleza y la cultura. La ironía resignificante de nuestra autora ha contribuido a descolocar los escalones de la escalera del ser, ha creado habitaciones intermedias allí donde había salones excluyentes y ha logrado que el término “humano” se llene de matices y armónicos.

Cuando la Haraway escribía su “Manifiesto Cíborg” yo era humano, quiero decir, normal, o sea, que estaba normalizado. O por lo menos creía estar en el lugar correcto del mundo. Vamos a ver, en esa zona ancha que abarca desde los WASP hasta los funcionarios del Ministerio de Obras Públicas, normal en cierto modo y dentro de lo que cabe. Humano hasta donde el orden y el recato permiten. Por eso no me importó leer a la feminista con tolerancia y condescendencia posmoderna.  

Todo empezó un día a la salida de una reunión de departamento. Un tontolaba gilipuertas con una cara que me recordaba al batracio Jabba de la Guerra de las Galaxias con cerebro de renacuajo había logrado sacarme de quicio, hacerme perder el tino, revolverme las tripas. No me acuerdo por qué. Bueno, sí, pero no quiero acordarme. Ya había leído a la Haraway, pero todavía no le hacía mucho caso. La tele estaba llena de gente en trajes cuatro tallas mayores, reinaba la movida y todo era broma. Los periodistas de El País, frívolos en una tertulia interminable, escribían como si el mundo fuera feliz. Pero yo no estaba para bromas esa tarde. Me volví a casa aún sin reaccionar, sabiendo que las olas de resentimiento habrían de llegar a las tres de la mañana entre sudores y reminiscencias ácidas. Así que cuando me invitaron al cumpleaños de J. entreví una ventana al olvido y acepté al instante. La noche se fue alargando en conversaciones inteligentes, letras de tango, rock radical y orujo y cerveza. Llegaron las tres de la mañana y la fiesta decaía y las pesadillas no habían comenzado, de modo que me volví a casa. La anestesia parecía funcionar.

Parecía que la habitación girase y girase al despertarme no tendría que haberme sorprendido. Pero el caso es que la velocidad de giro no era normal. Ni la bilis, ni el sentido del fin del mundo. Intenté recordar el número de botellines y no, aquello no podía ser normal. Al cabo de media hora el médico de guardia me diagnosticó unos probables vértigos de no sé quién y me recomendó acudir al otorrino. Así lo hice. Me senté esperando mi turno entre veinte o treinta ancianos que aguardaban algún arreglo a lo que no tiene arreglo y me dije que los vértigos eran al fin y al cabo algo muy aristocrático y hasta intelectual. Grandes escritores los habían padecido. Un síndrome con colores literarios.  

Pero no. Lo primero que me hicieron fue encerrarme en una cabina insonorizada y enviarme ruiditos y órdenes de levantar la mano cuando dejase de oírlos. Al salir, el doctor me anunció con una sonrisa. “Está usted sordo” (o tiene un déficit de audición, o algo así). “¿Cómo?” “Sí, que está usted sordo.” “Ya, ya le oigo, pero no entiendo.” Así me enteré por primera vez de que padecía hipoacusia, o sea, sordera. Después vino una larga serie de pruebas, más audiometrías, potenciales evocados, yo qué sé. Terminé en el distribuidor de audífonos quien, en una larga entrevista, entre ofertas comerciales y consejos, me explicó algo sobre las frecuencias de audición. Lo demás fue mecánica. Recuerdo que al salir a la calle con mi audífono estrenado reparé por primera vez en que las llaves sonaban en mi mano. Me pregunté asustado cuánto me habría perdido del mundo. Lo fui comprobando poco a poco.  

Sostiene David Lodge en su novela Deaf Sentences —los que padecemos esto no discriminamos entre “deaf sentences” (oraciones sordas) y “death sentences” (sentencias de muerte), así que entendemos muy bien el sarcasmo—, maltraducida al español como La vida en sordina, que todo el mundo reacciona ante la ceguera como si fuera una tragedia y ante la sordera en modo cómico. Y sí, nada hay más cómico que un sordo diciendo “¿qué?, ¿qué?”. Pero la realidad es que nada hay tan trágico como ser expulsado del lenguaje a un mundo de indeterminación donde la inseguridad sobre las palabras del otro comienza en las mismas raíces del acto del habla. O saber que la música que oíste y creías amar no era la música que realmente había sonado, que sólo escuchaste la mitad del espectro armónico. O descubrir que estabas en la frontera de los horizontes hermenéuticos. Quizá podrías ser entendido pero tenías un grave déficit de comprensión.  

Los malentendidos que genera este déficit son frecuentes. Algunos son divertidos, hay que reconocerlo, aunque la gracia sólo la tenga para ti cuando logras distancias e ironía. Hace unos días cenaba en casa de unos amigos y una de las personas que me había invitado me preguntó “¿vas a ser abuelo?”; como no vocalizaba suficientemente bien para mí y no había logrado leer sus labios creí entender “¿está bueno?” (refiriéndose al plato, conjeturé). Al responder que sí todo el mundo comenzó a felicitarme, y sólo al cabo de un par de minutos de diálogo de besugos pude recobrarme del susto y deshacer el malentendido. Pero otros son más serios. Ese mismo día volvía a Madrid y en el aeropuerto se anunció que el vuelo estaba desviado y nos trasladaban a otra ciudad y que debíamos acercarnos a tomar un autobús. Los mensajes de altavoz de los aeropuertos y aviones son una de las barreras más habituales con las que uno tiene que pelearse en los viajes. El caso es que tomé el autobús por los pelos cuando reparé en que no había nadie a mi alrededor de quienes esperábamos algún anuncio. Te habitúas a contestar que sí a todo aunque no sepas cuál era la pregunta. El personaje de la novela de Lodge responde que sí a una alumna que le solicitaba algo en el entorno ruidoso de una party para comprobar al día siguiente que había asentido a dirigirle una tesis completamente loca. Te acostumbras (mal acostumbras) a vivir en un malentendido permanente. Te acostumbras a pertenecer al estereotipo del profesor sordo que tanto ha dado de comer a los cómicos. Los significados se convierten en muros que tienes que saltar continuamente para sobrevivir en la selva del discurso y de la acción y sólo te relajan el silencio y la soledad, que progresivamente se convierten en tu lugar de refugio.  

Es cierto que el uso de audífonos logra paliar un poco este exilio a cambio de una molestia permanente, como ocurre con casi todas las prótesis. Fue entonces cuando releí con otros ojos el “Manifiesto Cíborg” de Haraway. Había dejado de ser humano para entrar en la clase indeterminada de los cíborgs. Terminé escribiendo un libro en donde me consolaba afirmando que todos somos cíborgs. Decía allí que los humanos somos seres expulsados de la naturaleza por la cultura, que nuestros cuerpos son producto tanto de la biología como de las técnicas, y que así fue desde que los cazadores del Pleistoceno se rodearon de un entorno técnico para sobrevivir. Ser cíborg produce melancolía, decía. Los que se exilian ya no están allí, pero tampoco acaban de habitar el lugar a donde han llegado. Están entre el pasado y el futuro. No pueden volver y no pueden llegar del todo. Son eso, disidentes irredentos. Todos somos cíborgs. Unos más que otros, pensaba por lo bajo y tras la pantalla del ordenador. No había descendido aún suficientemente en la escala del ser.  

Hace dos años coincidí en un seminario interdisciplinar con Ignacio Martínez, un paleontólogo de la Universidad de Alcalá que pertenece al grupo de Atapuerca. Lo había conocido unos años antes en un tiempo en el que interactué con Juan Luis Arsuaga, cuando me interesó mucho el origen evolutivo de las capacidades semióticas humanas. Estaba yo preocupado por entonces en la diferencia entre seguir huellas (o índices naturales) y crear la categoría de signos, algo que parece implicar una capacidad para organizar información muy heterogénea sobre un objeto o animal no presente, pero que ha dejado rastros variados en nuestro lugar y momento. Llenar el mundo de signos, sostenía yo por entonces, fue uno de los pasos que convirtió nuestra especie en una especie cíborg. Ignacio Martínez trabajaba por entonces en los orígenes del lenguaje, uno de los campos más apasionantes de la Teoría de la Evolución. Como muchos paleontólogos examinaba los fósiles del tracto vocal encontrados en Atapuerca. Contaba su desesperación al no encontrar evidencias suficientes que permitieran comprobar su hipótesis de una evolución parsimoniosa del lenguaje (frente a la aparición milagrosa que proponía la corriente principal de Chomsky y Jay Gould). Demostrar que el lenguaje pudiese haber surgido poco a poco significaría un soporte muy importante para una comprensión darwinista de la evolución. Pero Ignacio Martínez no parecía encontrar el camino entre los huesos del tracto vocal de Antecessor y otros homínidos. Hasta que en un giro genial de su investigación se planteó examinar los fósiles del oído de los cráneos tan bien conservados en Atapuerca.  

Los osículos del oído medio (martillo, yunque y estribo) son los huesos más pequeños del esqueleto mamífero. Se encargan de transmitir las vibraciones desde el tímpano hasta la cóclea o caracol, que conforma el esqueleto del oído interno. La forma geométrica de la cóclea es la que permite que la membrana basilar, que oscila de modo distinto según la frecuencia del sonido, transmita a las células ciliares del órgano de Corti la información que será codificada en impulsos eléctricos y transformada en sonido inteligible en el cerebro. Lo que Ignacio Martínez conjeturó es que leves variaciones en la geometría física del caracol o cóclea permitirían a los animales ser más sensibles a unas frecuencias que a otras. Hubo que hacer una apasionante modelización de estas variaciones y lo que descubrió Ignacio Martínez fue la progresiva adaptación del oído interno a la sintonía con frecuencias altas, más allá de los 4.000 hercios. Su hipótesis es que no existían otras presiones medioambientales para esta adaptación que no fuesen los entornos de vocalización. Las consonantes que nos permiten discriminar los fonemas de los lenguajes humanos se distinguen entre sí por armónicos que incluyen frecuencias entre los 3.000 y 8.000 hercios. La aparición de sonidos de consonantes (sonidos que exigen diversas oclusiones y modificaciones del tracto vocal, a diferencia de las vocales, que se pronuncian con el tracto abierto) hizo posible pasar de un conjunto especializado de gritos y gestos a un lenguaje fonéticamente articulado. El paso exigía una particular adaptación del oído a las mínimas diferencias en los sonidos producidos por las increíblemente precisas modificaciones de los canales de emisión fónica. Ignacio Martínez había dado con una clave para estudiar la filogénesis del lenguaje: analizar las adaptaciones del oído que debieron ir acompasadas con las adaptaciones del tracto vocal, tan difíciles de estudiar en los fósiles. 

"Ser cíborg produce melancolía. Los que se exilian ya no están allí, pero tampoco acaban de habitar el lugar a donde han llegado. Están entre el pasado y el futuro." 

Otros simios como los chimpancés no necesitan esta extraña adaptación. Viven en bosques profundos donde lo más importante son los ruidos cercanos, que se producen en frecuencias bajas. El audiograma de los chimpancés se parece extraordinariamente al de la hipoacusia humana. Al mío, vaya. Así descubrí mi afinidad profunda con los simios. No sólo por la sordera a los sonidos agudos sino por las mismas costumbres en las mutuas selvas. Fui descubriendo que en las selvas urbanas, en las cafeterías, bodas, fiestas en general, actuaba con la estrategia de gorilas y chimpancés. ASÍ DESCUBRÍ MI AFINIDAD PROFUNDA CON LOS SIMIOS. EN LAS SELVAS URBANAS, EN LAS CAFETERÍAS, BODAS, FIESTAS EN GENERAL, ACTUABA CON LA ESTRATEGIA DE GORILAS Y CHIMPANCÉS. Sólo reaccionaba a los ruidos bajos cercanos: movimientos de sillas, eructos, gruñidos, cualquier signo que me indicase modificaciones corporales de los simios vecinos y que reclamasen mi atención o alguna reacción por mi parte. Por supuesto, también reaccionaba al lenguaje. Pero lo hacía, lo hago, como un chimpancé: capto el ruido, capto el lenguaje no verbal (soy un experto en sintonía emocional) pero me es ajena la gran mayoría del contenido. Como simios y perros reacciono con prontitud a las mínimas variaciones del tono y a las manifestaciones emocionales. Pero los significados los suspendo hasta que tras un largo procesamiento puedo conjeturar qué rayos estará diciendo el tipo de al lado. Sobrevivo desde hace años en las selvas urbanas con estrategias animales: me escondo durante el día, me aproximo a los alimentos con circunspección y cuidado, me irrito ante cualquier sonido que indique compañía no deseada y lo hago saber con algún ruido o mueca facial, estoy atento a las caras, a los movimientos de la boca que me indican que algo deben estar diciendo, coordino tácticas de sumisión con reacciones de amenaza, como los gorilas prefiero la soledad y como los chimpancés me acomodo a las caricias, los acicalamientos y almohazamientos mutuos. Mi conversación perfecta se parece a la que Marlon Brando y Maria Schneider sostienen en El último tango en París: susurros, gruñidos, refunfuños, aullidos, hocicos.  

De vez en cuando me coloco los audífonos para entrar en la selva del discurso. Es un territorio extraño en donde los cíborgs nos movemos con intranquilas trayectorias. Nunca sabes si te han llamado “gordo” o “sordo”, o quizá peor, “tordo”. Nunca sabes del todo lo que ocurre. Aquí abandonas tu estrategia de simio y te mueves como explorador. Te identificas mucho con las mujeres, que tienen sus propios problemas en la selva del lenguaje. Cuando hablan entre ellas, oyen todas de maravilla, no tienen problemas de semántica, pero cuando el grupo incluye machos, machos alfa mayormente, activan su modo de alerta y combinan los largos silencios con monosílabos o frases cortas. Las entiendo perfectamente. Una frase inoportuna puede ser fatal. Acostumbrado a la prosodia, el moverte en la semántica llena tu cerebro de información que no te da tiempo a procesar. Hablas como los políticos ante los periodistas, con espasmos, atropellos y atrabancamientos. Sólo te relajas cuando llegas a casa y tiras los audífonos en su cajita. Se hace entonces el silencio de la selva de los simios donde sólo se perciben los roces de los cuerpos.  

He estado meditando mucho sobre mi condición. Sé que hay muchos que la comparten y estoy pensando en sugerir la creación de nuevos zoos donde nos dejen descansar. No importa que nos observen antropólogos o especialistas en estudios culturales de frontera. Lo esencial es que no molesten hablando y preguntando. Una nueva especie de simios con sus propias razas: sordomudos, sordos, semisordos… Podríamos salir del zoo cuando quisiéramos, claro. La verdad es que en los supermercados no importa nada tu oído. No entender las ofertas te ayuda incluso a concentrarte. Tampoco en las bibliotecas. Y en los cines en versión original estás en igualdad de condiciones. Así que lo único que necesitamos es que nos dejen crear nuestra propia sociedad. 

 FERNANDO BRONCANO 

Hace once años apareció una molestia a los sonidos del entorno, que se llama hipoacusia, junto con acúfenos, sonidos que empecé a escuchar sin que el otro los perciba. Desconocía este síntoma y decido buscar información para aprender a manejarlo.
Acepto lo que me pasa, mi audiometrista me dice que es mejor afrontarlo y adaptarme para hacer que los oídos vuelvan a captar los sonidos con la nueva situación.
En el año 2012 después de hacer una terapia auditiva tengo la capacidad resiliente de comenzar a tolerar los sonidos ambientales sin protección.
En esa época encuentro el grupo de ayuda mutua donde hay personas con discapacidad auditiva postlocutiva, donde acudo a las reuniones y me ayudan un poco.
Me adapto a mi sensibilidad auditiva de forma progresiva. Siento cómo los sonidos entran en mí de una forma aumentada con el dolor que me produce.
En esa época cuando estoy intentando normalizar la escucha de sonidos, un suceso familiar aparece en mi vida, la muerte de mi padre, tengo una recaída y entro en shock emocional.
Con este estado trabajo el duelo de mi padre integrándome en los sonidos y manejo la recaída que tengo por su muerte.

Fui capaz de manejar la situación con resiliencia. Busco ayuda, encuentro la parte emocional para mejorar la situación. Crezco interiormente dándome cuenta que con mi persistencia, tenacidad y autoeficacia vuelvo a afrontar los sonidos transformando mis pensamientos, creencias, emociones y sentimientos.
En el 2018 encuentro que hay un diploma de especialista en Audiología y decido formarme para seguir creciendo, conozco e investigo sobre diferentes trastornos auditivos reinventándome de forma profesional.

Mi historia con la Hipoacusia Neuronal Postlocutiva, empieza cuando voy a cumplir los 9 años de edad, este año cumplo 80. Es una larga historia de amor tratando de buscar soluciones y desencuentros tratando de seguir adelante con mi vida, sin traumas y a veces olvidándome un poco de mi discapacidad.

Como os he dicho empezó a los 9 años con una Meningitis Meningococica, me tuvo enfermo un año. Gracias a Dios, a las atenciones de Dr. Guillermo Arce Catedrático de Medicina de la Universidad y su equipo de estudiantes de posgrado, que diariamente se desplazaban algunos a mi domicilio a inyectarse en la columna vertebral un vial de Streptomicina (entonces se conseguía de estraperlo), no llegaba a España más que por ese medio. Pues gracias a todo esto y a los cuidados de la familia, pues sigo con vosotros. La Streptomicina dejaba secuelas, de visión, auditivas etc., y a mí me dejó la auditiva. Terminé mis estudios, ya que en un principio fue muy suave la discapacidad. Y me coloqué en una Empresa como Agente Técnico Comercial.

A partir de los 40 años comencé a notar que perdía la audición de muchos vocablos, que sin ningún problema, les pedía a las personas que me las repitieran. A partir de los 50 años, ya tuve que colocarme un audífono en el oído izquierdo, para poder seguir manejándome, ya que comenzó tratándome primero el Dr. Beltrán y posteriormente el Dr. Benito, este último me dio ya un informe con la pérdida auditiva, cercana en ambos oídos al 80% de pérdida y que solo con medios de prótesis auxiliares (audífonos) podría ayudarme. Me concedió la Junta de CyL una discapacidad del 36% y me tuve que poner los audífonos en los dos oídos, cuando ya tenía 60 años. A partir de ahí, me prejubilaron, me matriculé en la Experiencia y tuve la suerte de conocer SADAP, grupo de ayuda mutua a las personas postlocutivas y a su directora la Dra. Carmela Velasco profesora de Logopedia, que bajo su supervisión y la ayuda de los compañeros de grupo, realice varios cursos de lenguaje labial, de signos y inclusive de psicología.

Actualmente, sigo realizando el de lenguaje labial con la Dra. Amalia, las profesoras Soraya y Gema y el grupo de logopedas(Sara, Elena, Ana y Carmen). Les doy a todas estas personas que me ayudan con mi discapacidad, mis más expresivas gracias por su ayuda de casi 20 años en que llevo ya casi al lado de algunos de ellos, aunque por mis patologías no me permitan asistir actualmente a sus actos.

Yo, un jubilado, con bastantes años a la espalda, voy a contar en primera persona, porque la experiencia es personal y solo mía, cómo he llevado y sigo llevando lo que para mí es un tormento, la pérdida auditiva. Desde mis tiempos de estudiante universitario, y sin yo saber la causa, ya me veía forzado a preguntar, de forma reiterada, a mí, compañero de turno, por lo dicho por el profesor. Atribuía a falta de atención a lo que era debido a pérdida auditiva. No fui muy sagaz. Por suerte, el ejercicio profesional que me permitió posteriormente ganarme la vida no exigía de oído fino, aunque en las relaciones sociales ya empecé a sospechar, sin tener certeza absoluta de; Que no oía bien.

Hasta que la evidencia se impuso y vino la recomendación por parte del entorno cercano de la necesidad de que me pusiera audífonos. Y si bien, es cierto, que estos aparatos ayudan a la audición, mi primera experiencia con ellos no pudo ser más decepcionante y es que las maravillas que me contaban sobre ellos difícilmente podían verse avaladas por la realidad. Terminé perdiéndolos y me alegré. Así que como, se me cierran muchas puertas como; La entrada a teatros, conferencias, clases y talleres, trato de que se abran otras, leo más, hago pasatiempos voy a practicar natación y procuro asistir siempre a las actividades y talleres, que organiza nuestra Asociación SADAP y que tiene en cuenta nuestra pérdida auditiva. Por otra parte, procuro inventar estrategias para no perder el contacto total con la gente, como por ejemplo, bajarme apps del móvil que traducen la voz a texto, que en determinadas condiciones pueden ayudar al entendimiento.

O cuando tengo algún encuentro casual en la calle procuro adelantarme en la conversación para elegir el tema, para después despedirme antes de lo que me hubiera gustado, pues muchas veces simulo entender lo que en realidad no he captado y siempre temo que entre la conversación se me haga una pregunta y como única respuesta mía sea la de permanecer callado. Pienso que en mi caso al ser una pérdida neurosensorial los audífonos son menos útiles que en otras, debido al deterioro del nervio auditivo y la imposibilidad de éste de transmitir al cerebro lo que el oído escucha. Así, que no queda más remedio que esperar a que la técnica, que ha demostrado no tener límites, nos brinde una utilidad en que los pensamientos no se transmitan por la voz vía oído. Ya existen experimentos que trabajan en este sentido. Que vosotros y yo lo veamos.

Tengo una hipoacusia neurosensorial profunda bilateral. Me detectaron la pérdida más o menos a los 3 años. Durante ese tiempo pensaban que no era normal. Me dicen que probablemente fue por tomar penicilina. No recuerdo nada de esa época. No me pusieron audífonos porque en aquella época no había ni recursos ni medios para ello. Si, que fui a una profesora que me enseño a leer, a leer los labios y a articular bien. Fui al colegio normal hasta 4 de bachiller. Si recuerdo que tenía que saber de memoria todo lo que ponía en el libro porque las explicaciones de la profesora no las entendía. Mi única ayuda fue esta profesora con la que aprendí. Hasta los 12 años no me pusieron audífonos que se me rompieron y no pude ponerme otros hasta los 18 años. Cuando termine 4º de bachiller las monjas no me dejaron seguir estudiando cuando yo sí quería.

Eso sí lo recuerdo con dolor. Nadie en mi familia tenía conocimiento de la sordera y todos mis compañeros eran oyentes. Pero en algún momento conecté con la asociación de sordos donde aprendí lengua de signos e hice algunos amigos sordos. Recuerdo, que notaba que perdía lenguaje y hablaba peor y me distancié de la lengua de signos. Tuve la suerte de tener unas buenas amigas oyentes que me hicieron sentir normal Empecé a trabajar a los 25 años hasta ahora que me he jubilado. Pude aprobar oposiciones para mejorar mi puesto de trabajo con gran esfuerzo, pero durante este tiempo no recibí ningún apoyo, ni de la administración, ni de los compañeros No me adaptaron el puesto de trabajo, ni me facilitaron un puesto de trabajo adaptado a mis circunstancias. Sufrí mucho, tuve que realizar el doble de esfuerzo que cualquiera haría para realizar mi trabajo, en muchas ocasiones de cara al público. He sentido más rechazo en mi trabajo que en mi vida social y familiar, he escuchado cosas como: ¨Hablas como una niña pequeña¨, ¨No te enteras¨.

He sentido el menosprecio, la descalificación de mi valía profesional. Y mi respuesta era trabajar y esforzarme muchísimo para demostrar que podía con el trabajo que me asignaban Los audífonos han sido una ayuda, pero las dificultades económicas solo me permitían tener un solo audífono y eso fue un obstáculo para mejorar en el habla y en el lenguaje. Actualmente, me acabo de poner un implante coclear y el acceso a los sonidos del ambiente ha mejorado mucho, pero sigo con muchas dificultades para entender el lenguaje. Necesito estar en contacto con personas con las que poder hablar, socializar, comunicar y pertenecer a una asociación como Sadap y participar en actividades me produce una gran felicidad.

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